Andrés Manuel López Obrador pareciera condenado a ser su propia víctima. Si alguien contribuyó en la actualidad al descrédito de las instituciones, de los partidos y de la clase política mexicana, es él. Si alguien descalificó a las autoridades electorales, a la actual dirigencia perredista, e incluso a la mayoría de los candidatos solferinos en pleno proceso electoral, es él. Si alguien ha mantenido una actitud de crítica ácida, sin concesiones, a las expresiones que no coinciden con su movimiento de salvación, es él. Hasta los anulistas han tenido su ración de descalificaciones de AMLO al ser señalados como instrumentos de la “mafia” y la ultraderecha. Y lo que siembra, se cosecha.
En nuestro país no sólo se ha democratizado la pobreza y la inseguridad, sino también el descrédito. El hartazgo ciudadano es el mejor síntoma de que los políticos, todos, han fallado. Hoy, los puristas defensores de la estabilidad y la democracia lanzan graves advertencias sobre el desencanto civil, sin señalar que esta circunstancia no es una nueva causa sino la consecuencia llana del quehacer de nuestra clase política.
El mar del descrédito inunda todos los recovecos de la política partidista y alcanza, inclusive, al propio frente lopezobradorista, que empieza a resentir los daños. En Chiapas, uno de los candidatos cercanos a Andrés Manuel tiró la toalla al renunciar a la candidatura a diputado y de plano anunció que se sumaba a la campaña a favor de anular los votos para protestar contra la partidocracia. Por supuesto, una pirueta de tal dificultad sólo la intenta un político de viejo cuño, en la mejor y admirable exhibición de oportunismo.
Pero lo más grave para AMLO pareciera surgir del caso Brugada en la delegación Iztapalapa. Es difícil no sorprenderse por la estrategia del tabasqueño anunciada como un hecho y que no se consultó con ninguno de los legalmente interesados. Se pide votar ahora por un candidato petista que si gana no gobernaría pues renunciaría para que el jefe de gobierno perredista, a solicitud de un tercero que no tiene interés jurídico en el caso, proponga a la ex candidata que perdió su candidatura a la delegación mencionada por el PRD, para que asuma el poder en Iztapalapa, luego de que la asamblea de representantes del DF, de previsible mayoría perredista, apruebe obedientemente la propuesta hecha por Ebrard, a instrucción del Peje.
Sinceramente no creo que esto fortalezca la confianza de los ciudadanos en las elecciones y los partidos, si se les llama a votar por un candidato de un partido que de ganar no va a gobernar pues, vía legislativa, se le entregaría el poder a otra persona que no participó en las elecciones, pues su propio partido contendió con otra candidata.
Esta estrategia es legal, pero dibuja de manera exacta y precisa el exceso grosero del reparto de poder que los partidos se han adjudicado y del que AMLO hecha mano para ganar espacios, a como de lugar, para su causa. Y luego algunos académicos y articulistas afirman que no hay razones para creer que todos los partidos y candidatos son igual, que es una exageración inventada por mentes ociosas.
Insisto. Que un partido, la jefatura de gobierno y la asamblea legislativa del DF, participen en una maniobra legal propuesta por un líder carismático para que finalmente se adjudique el poder a una militante de una facción de otro partido que, a su vez, postuló a otra candidata, es una invitación al descrédito en el que se regodea nuestra clase política, incluido AMLO.
Nuevas patrullas
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