Enrique Alfaro / Columna Rumando
El subcomandante Marcos nunca aceptará que falleció su progenitora, pero Rafael Sebastián Guillén Vicente llorará su orfandad en algún lugar de la selva Lacandona.
El corazón de la madre de Rafael Sebastián falló cuando estaba a punto de emprender el vuelo de regreso a su tierra; finalmente, emprendió el vuelo.
Ella sabía que Guillén Vicente, su hijo, había muerto desde hace muchos años, pero aún levantaba la vista al cielo para pedir por el subcomandante Marcos.
Él, profesional de la revolución, clandestino por convicción, se sabía “muerto” desde el momento en que tomó la decisión de ingresar a las Fuerzas de Liberación Nacional, militancia que lo habría de llevar al liderazgo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.
Todo el que haya aspirado a “revolucionario” sabe que la primera advertencia es que “mueres” para tu familia, si ella no está comprometida con el movimiento. No es por falta de amor, sino precisamente para protegerlos, para que no paguen por los actos que realices, para que los enemigos no cobren venganza con los tuyos…
Pero el subcomandante falló en convencer a su familia de que estaba muerto o su familia no aceptó su muerte. Ellos nunca debieron consentir que el líder zapatista era sangre de su sangre. Y si lo entendieron, era tarde: el sub los negó y se resistió a recibir a su progenitor que orgulloso acudía a Chiapas para entrevistarse con su hijo desaparecido desde hacía muchos años. “Entiendan que estoy muerto” se me ocurre que les habría mandado a decir.
Ya antes, en nuestras tierras, otros habían muerto públicamente, pero permanecían vivos más allá del corazón de su familia.
Años antes de la aparición de las EZLN, las organizaciones sociales enfrentaban a los caciques y sus pistoleros. La Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos, por ejemplo, sufría el continuo asedio de las “guardias blancas” al servicio de los terratenientes.
Un recurso para salvar a sus líderes naturales que encabezaban las tomas de tierra en las regiones de Chiapas y que ya tenían “precio por su cabeza”, era el declararlos “muertos” en alguno de los enfrentamientos que se suscitara. De esa manera se le sacaba del estado de manera encubierta y se les mandaba a otra entidad donde podía continuar la justa lucha por la recuperación de tierras. En su región original otro campesino tomaba el liderazgo y se exponía al odio de los caciques.
Pero la fórmula para salvar a liderazgos naturales no era perfecta. Finalmente, muchos de ellos eran verdaderamente muertos en donde habían sido enviados y en donde se habían comprometido con la lucha de otros pueblos. Los “muertos” irremediablemente estaban muertos.
Entonces se le avisaba a la familia que resignadamente pedía el cuerpo para enterrarlo en su tierra, en donde había nacido a la lucha. Los médicos que militaban en los partidos de izquierda, que simpatizaban con el movimiento social, proporcionaban las recomendaciones y los cuidados para que el cadáver fuera trasladado en sigilo de regreso a su región. Y todos lloraban en silencio la muerte de su “muerto”.
Es por eso que ante la ausencia de doña María del Socorro Vicente González, me pregunto: ¿Lloran los muertos en Chiapas?
Descanse en paz doña María. Consuelo a sus deudos.
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