Enrique Alfaro / Columna Rumando
Hace unos días tuve que deshacerme de la más esplendorosa máquina del tiempo jamás inventada por humano alguno. Con dolor lo vi partir en el carro de mudanzas con destino incierto. Fue como arrancarme parte de mis entrañas, deshacerme de mis células madre, de mi nacimiento, de mi infancia.
Recuerdo vagamente como en mi condición de hombre primitivo me escondía yo en esa caverna oscura para iniciarme como pintor rupestre. Luego salía yo a disparar rayos con mi modernísima arma de plástico, ataviado con una capa que me protegía de todo mal, excepto de las puteadas maternas.
Todo se lo debía yo a ese invento que me permitió descubrir mi unicidad frente a la imagen del niño flaco que se asomaba al mismo tiempo que yo. Lo vi, me vió, los sigo frecuentando en otras puertas, auque ya se nota algo maltratado.
Y es que mi máquina del tiempo nació disfrazada de ropero con dos imponentes espejos que extrañamente se encogieron al paso que fui creciendo. Supongo que conforme lo usaba para trasportarme a lugares recónditos en tiempos idos y por venir, se agotaba su fuerza interna, su vigor de madera. La polilla hizo estragos en su estructura, el tiempo lo desvencijó y yo lo abandoné en un rincón de mi casa cuando mis hormonas me dictaban otros caminos y me atreví a salir de mi pueblo natal, de mi querido Arriaga.
Hace unos días, al hacer arreglos a mi domicilio en Tuxtla Gutiérrez, lo encontré triste en espera de noticias fúnebres. Mi viejo mueble me aguardaba con los primeros dibujos que realicé de niño, con trazo torpe, simple, pero desde entonces mal intencionado. Mi primera víctima fue mi hermano Hugo al que le pinté tres pelos por encima de su cabeza redonda de la que colgaba un cuerpo lineal de inmensas patas. Andando el tiempo me dediqué a ironizar a políticos a través de dibujos destinados a aparecer en medios impresos y electrónicos. Mi ropero cómplice habría de enterarse después que ganaba algunos reconocimientos como cartonista político y sobrevivía de hacer trazos a tinta.
Finalmente el escondite de mi infancia partió luego de que lo regalara para deshacerme de lo que quedaba de él. Se que fue un arrebato, una inconciencia. Sé que sin mi maquina del tiempo seguiré siendo un desconocido en mi pueblo que vio partir a toda mi generación de secundaria para no regresar jamás. Aunque ese jamás, tiene de vez en cuando la excepción de las vacaciones en que coincidimos algunos ya no tan jóvenes.
Este año Arriaga cumple 100 años de ser declarada municipio; mi abuela, la profesora Victoria del Carmen Domínguez Ramos, celebra sus 92 años y yo añoro regresar a las toscas caricias del vendaval de mi pueblo donde de niño inventé mi propia maquina del tiempo.
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